Por Rocío Silva Santisteban
Durante lo que la CVR llamó el “conflicto armado interno” los periodistas peruanos se las jugaban por una primicia. Periódicos como El Observador o La República, o incluso Expreso y por supuesto Caretas, estrenaban reciente libertad de prensa y reporteros que aprendieron en la cancha a sobrellevar el miedo para andar en camionetas pick up por los cerros secos de los Andes ayacuchanos en busca de la verdad de la noticia. Ahí acechaban senderistas y fuerzas armadas, pero los jóvenes periodistas, incluso de semanarios políticos como Amauta o El diario de Marka (pre-PCP SL), o de estaciones de televisión a la vanguardia como lo fue la primera generación de Canal 9, lograban no solo primicias, imágenes intensas, sino también involucrarse emocional y racionalmente con sus objetos de reporterismo. Eso fue lo que llevó a Eduardo de la Piniella o a Willi Retto o a Jorge Luis Mendívil a traspasar las órdenes de inamovilidad y de cerrazón de la información del Comando Político Militar a las órdenes de Clemente Noel y aventurarse por las serranías de Uchuraccay.
Por esa fecha o un poco antes el Diario de Marka tenía uno de los mejores suplementos culturales que ha dado este país, El Caballo Rojo, que por ese entonces lo dirigía el poeta, ahora recientemente laureado con el premio Pablo Neruda, Antonio Cisneros. En El Caballo Rojo no sólo se escribían las mejores críticas culturales de literatura y de cine –Rosalba Oxanbadarat era una de las recordadas redactoras–, sino también incluía mucha información al día de las actividades culturales en toda América Latina, y no necesariamente eran repeticiones de cables, sino de colaboradores in situ. Recuerdo que yo, religiosamente, los domingos me mandaba con una caminata de diez cuadras desde mi casa hasta el otrora cine Canout, para comprar, en el kiosco de al lado, el suplemento. Y muchos de literatura de San Marcos, en ese entonces, hacían lo propio para conseguir el ansiado diario y leer la columna “El bostezo del lagarto”. En El Observador se reunía también un grupo excelente de jóvenes reporteros culturales, sobre todo de cine, y sus reseñas marcaban la pauta para poder lanzarnos a los ciclos de cine del Antonio Raimondi. Algunos años después, tras la caída de El Caballo Rojo o los suplementos de Página Libre o de El Mundo, uno que surgió contra todo pronóstico fue el Suplemento de Artes y Letras de Expreso, dirigido en ese entonces por un tímido e intelectual Umberto Jara.
Hoy todo ha cambiado. No hay suplementos culturales con ese nombre en los periódicos peruanos, ni desde una perspectiva tradicional, ni desde una perspectiva antropológica del término. Digamos que El Dominical de El Comercio podría llamarse así, pero no sé por qué extraño motivo, desde hace 20 años no termina de despegar. En nuestro diario y en otros hay suplementos dominicales, pero no necesariamente se dedican a fomentar específicamente la creatividad o los productos culturales, aunque claro que siempre le dedican algunas páginas (al fondo hay sitio). Por otro lado, la prensa en general se ha vuelto perezosa, inverosímil, asmática, fatigada, olvidadiza, repetitiva y, sobre todo, obtusa y muchas veces no reconfirman la fuente, ni cruzan la información, o simplemente la lanzan como El Comercio lanzó la captura de Crousillat y no pasó nada. Los reporteros no se elevan frente al peligro, sino que lo provocan, azuzan a la ciudadanía y hasta le meten lapos si lo requiere el lente de su camarógrafo. Me pregunto: ¿qué pasó desde ese entonces hasta ahora para que periodistas, reporteros y gráficos hayan olvidado por completo o ignoren a sus pares de antaño como Eduardo de la Piniella, Willi Retto o Jorge Luis Mendívil?
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