Por Rocío Silva Santisteban
A diferencia de muchos que participan de homenajes por los veinte años de la desaparición física de Alberto Flores Galindo yo nunca lo conocí. Jamás fui su alumna. Nunca lo vi, ni le estreché la mano, ni siquiera sé cómo era el timbre de su voz. Supe de él como ahora saben de él los alumnos universitarios, algunos escolares, y muchos investigadores: por sus escritos. La palabra es, finalmente, esa herramienta tecnológica que nos permite entrar en comunicación con aquellos que nos han precedido y que no conocemos: con las huellas de sus pensamientos, con sus ideas poderosas, con sus polémicas internas, pero sobre todo, con ese rasgo de humanidad que finalmente el lenguaje escrito también trasunta. ¿Uno puede ser amigo de un muerto? Sin duda alguna: amigo entrañable, querido, íntimo.
Alberto Flores Galindo (1949-1990) murió demasiado temprano: a comienzos de una década que para el Perú fue infame, apenas iniciados sus cuarenta años. Paradójicamente, de un cáncer al cerebro, precisamente ese órgano del cuerpo que sabía utilizar de manera destacada, sobre todo, para plantearse soluciones creativas y para tercamente “reencontrar la dimensión utópica”. ¿Por qué Flores Galindo fue un historiador e intelectual de izquierda tan importante? En primer lugar: porque era un investigador muy solvente, preciso, y sobre todo, creativo que supo mirar más allá de los documentos, ser ambicioso, y mantener sus investigaciones aunque parecieran desmesuradas. En segundo lugar: porque asumió, junto con otros de su generación, la necesidad de un compromiso político pleno e, incluso, con errores y arrepentimientos, una militancia activa.
Si, como dice Cecilia Rivera, su viuda, en el prólogo de las Cartas de Francia, “Tito” decidió en París dejar una militancia esquemática por la opción amplia del conocimiento; en su última carta, aquella escrita desde su enfermedad pero con la lucidez que dan las alas de la muerte, pudo insistir para que las nuevas generaciones, a partir de inesperadas formas de militancia, renueven el socialismo y el pensamiento de izquierda con capacidades diferenciales, heterogéneas, inéditas, creativas e imaginativas: “Hemos sido una intelectualidad muy numerosa, pero a la vez poco creativa. Incapaces de dar a nuestro propio país la posibilidad de un marxismo nuevo. Intelectuales y políticos ignoran el pasado, la historia, lo que han sido. Demasiado modernos. Incapaces de elaborar un proyecto. Insisto que mientras en muchos otros países latinoamericanos el socialismo ha sido destruido, aquí sigue vigente. Todavía. A pesar de estar arrinconado…”
En las 17 cartas que acaba de publicar Manuel Burga, su coautor y amigo de destierros y estudios, Flores Galindo nos muestra la tenacidad de un joven becario, de 23 a 24 años, que lucha contra el desánimo del desarraigo, que goza con los espacios distintivos de un París recién reventado de Mayo del 68 y con las clases de profesores de la talla de Vilar, Braudel, entre otros, pero sobre todo, de un lúcido “comedor de libros”, que reseña, comenta, califica y a veces, descalifica, con pasión y entrega. A su vez, estas cartas nos revelan a un hombre que se debatía entre el miedo de regresar al Perú, un país siempre difícil para los intelectuales, y la impostergable necesidad de hacerlo: regresar para zambullirse en los archivos del Cusco para terminar su tesis sobre Túpac Amaru. Este es el joven Flores Galindo, pero no deja de vincularse con el “maduro” Flores Galindo de su famosa “última carta” en la que nos pide a todos, los que venimos detrás o junto a él, que no cesemos en la lucha por una sociedad más equitativa: “Hay que discutir el poder […] dónde está el poder, quiénes lo tienen y como llegar a él. Cuestionar el discurso liberal. Los jóvenes lo pueden hacer. Muchos somos viejos prematuros […] Pero el socialismo –insisto– exigirá para el futuro un cambio radical en el discurso. Revolución no es sinónimo solo de violencia. Hace falta proponer una nueva sociedad alternativa”.
La vigencia de la utopía
El 26 de marzo de 1990 el cáncer se llevó al historiador Alberto Flores Galindo. Tenía 40 años y siete ensayos publicados. Sus textos sobre José Carlos Mariátegui, la Utopía andina, la República Aristocrática, entre otros, marcaron a más de una generación. Por su lucidez, por sus herejías y provocaciones, pero también por su prosa certera y vigorosa, la obra de Flores Galindo ha sido a lo largo de estos veinte años una invitación para repensar y reescribir la historia del país fuera de todo dogma y complacencia. Dos jóvenes historiadores de la PUCP lo recuerdan aquí.
Por José Ragas / Jorge Valdez (*)
Puede sonar inverosímil para un observador externo que revisa la abundante producción bibliográfica de Alberto Flores Galindo y ha escuchado de su constante trabajo académico, que el historiador más prometedor de su generación también haya sido un joven impetuoso, irresponsable y curioso, que llegó hasta Chile tirando dedo y que lamentó haber vendido su biblioteca para comprarse una motocicleta, la misma que luego estrellaría en un accidente.
Sucede que un error muy común en los homenajes es olvidar la dimensión humana del sujeto y, con ello, algunas características que también potencian al genio creativo. Alberto Flores Galindo no siempre fue el doctor en historia Alberto Flores Galindo. No siempre estuvo tras un escritorio, frente a un salón de clase o al lado de un grupo de expositores. Fue un amante del aire libre y de las reuniones con amigos, de esas en las que los temas centrales de conversación eran la política, la actualidad y el conocimiento. También fue un hombre de familia, de playa y de cine. Y en medio de todo eso, un investigador a tiempo completo que en el día leía, analizaba, discutía y enseñaba diversos aspectos de la historia del Perú desde un enfoque novedoso y original y que de noche leía a sus hijos las aventuras del profesor Lindenbrock, cual minero de Cerro de Pasco en su viaje al centro de la tierra.
El Flores Galindo historiador, por otro lado, fue uno de los pensadores y cientistas sociales cuyo legado no solo sigue vigente y en permanente debate en el Perú, sino cuyo prestigio se ha extendido al extranjero. En 2001, apareció en España una versión de sus ensayos por la editorial Crítica bajo el título de Rostros de la plebe. Fernand Braudel, uno de los más importantes historiadores del siglo XX, citó en su trilogía Civilización material, economía y capitalismo (ss. XVI-XVIII) uno de sus ensayos, el mismo que luego se convertiría en su tesis de doctorado y poco después en su libro Aristocracia y plebe. Lima, 1760-1830. Asimismo, este año se anuncia la aparición de la traducción al inglés de Buscando un Inca, considerada su obra más representativa. Y la Universidad de Wisconsin en EEUU tiene una cátedra que lleva su nombre, la cual ocupa actualmente el renombrado andinista Steve Stern.
Eso, por supuesto, no significa que su presencia al interior del país sea menos importante. Todo lo contrario: desde temprano Flores Galindo se convirtió en un dínamo humano, que incluyó no solo las labores propias del académico que escribe y da charlas, sino una dedicación y energía a la creación y promoción de espacios de encuentro y discusión, como lo sería Casa Sur. Directa o indirectamente, contribuyó a formar a una brillante generación de historiadores, que enfocarían sus investigaciones en temas sociales y extenderían su percepción de la historia como un compromiso con la sociedad, especialmente con el hombre de la calle.
De ahí su preocupación, como lo mencionaba en uno de sus primeros libros, por ir más allá de la crítica a la historia tradicional, y proponer alternativas de interpretación por más provisionales que estas fuesen. Este llamado al revisionismo historiográfico, es decir, a la utilización de nuevas fuentes, al análisis de nuevos sujetos y a la construcción de nuevos discursos marcaron la vida del académico, cuya erudición y rebeldía lo convirtieron en un francotirador o, en otras palabras, en un intelectual.
Según Edward Said, una de las tareas del intelectual consiste en el esfuerzo por romper los estereotipos y las categorías reduccionistas que tan claramente limitan el pensamiento y la comunicación humana. En ese sentido, Flores Galindo no se dejó atrapar por las amarras del dogma, por el silencio cómplice o por la comodidad del poder. Su acercamiento al conocimiento fue plural e interdisciplinario, a tal punto que disciplinas como la literatura, la psicología, la antropología o la economía aparecen en sus textos como instrumentos de una orquesta clásica, armónicos y complementarios. En una época en la que el Perú estaba inmerso en una espiral de violencia, “Tito” hizo un llamado por rescatar la defensa de los ideales, mientras fustigaba el silencio de unos y la complicidad de otros.
Él estuvo entre quienes más énfasis pusieron en considerar al Perú como una tarea colectiva; mejor aún, como un plebiscito diario, según la exquisita fórmula de Ernest Renan. Como pocos, hizo de la historia lo que debería volver a ser: una aventura, una experiencia vital. Y como tal, recorrió los escenarios del pasado, buscando respuestas a problemas de larga duración, especialmente en los años ochenta, cuando la desesperanza y la desilusión no parecían dejar espacio para las esperanzas o las utopías.
La suya fue una vida agónica, en el sentido que Miguel de Unamuno le imprimió al término: es decir, una vida de lucha constante. Poco antes de morir hizo un llamado por reencontrar la “dimensión utópica”, demostrando que los historiadores más lúcidos eran quienes tenían un pie en el pasado pero la mirada en el futuro. Aún en medio de la incertidumbre de la época en la que desarrolló su actividad académica, Flores Galindo supo encontrar y transmitir un optimismo en el país, incluso cuando tuvo que hacer frente a lo inevitable, como fue su lucha contra el cáncer. Veinte años después de su muerte, que sus escritos nos sigan inspirando, tal como lo han venido haciendo hasta ahora.
(*)Doctorando en la Universidad de California, Davis / Profesor del Departamento de Humanidades de la PUCP.
Tomado de Punto Edu Web. Pontificia Universidad Católica del Perú
Por José Ragas / Jorge Valdez (*)
Puede sonar inverosímil para un observador externo que revisa la abundante producción bibliográfica de Alberto Flores Galindo y ha escuchado de su constante trabajo académico, que el historiador más prometedor de su generación también haya sido un joven impetuoso, irresponsable y curioso, que llegó hasta Chile tirando dedo y que lamentó haber vendido su biblioteca para comprarse una motocicleta, la misma que luego estrellaría en un accidente.
Sucede que un error muy común en los homenajes es olvidar la dimensión humana del sujeto y, con ello, algunas características que también potencian al genio creativo. Alberto Flores Galindo no siempre fue el doctor en historia Alberto Flores Galindo. No siempre estuvo tras un escritorio, frente a un salón de clase o al lado de un grupo de expositores. Fue un amante del aire libre y de las reuniones con amigos, de esas en las que los temas centrales de conversación eran la política, la actualidad y el conocimiento. También fue un hombre de familia, de playa y de cine. Y en medio de todo eso, un investigador a tiempo completo que en el día leía, analizaba, discutía y enseñaba diversos aspectos de la historia del Perú desde un enfoque novedoso y original y que de noche leía a sus hijos las aventuras del profesor Lindenbrock, cual minero de Cerro de Pasco en su viaje al centro de la tierra.
El Flores Galindo historiador, por otro lado, fue uno de los pensadores y cientistas sociales cuyo legado no solo sigue vigente y en permanente debate en el Perú, sino cuyo prestigio se ha extendido al extranjero. En 2001, apareció en España una versión de sus ensayos por la editorial Crítica bajo el título de Rostros de la plebe. Fernand Braudel, uno de los más importantes historiadores del siglo XX, citó en su trilogía Civilización material, economía y capitalismo (ss. XVI-XVIII) uno de sus ensayos, el mismo que luego se convertiría en su tesis de doctorado y poco después en su libro Aristocracia y plebe. Lima, 1760-1830. Asimismo, este año se anuncia la aparición de la traducción al inglés de Buscando un Inca, considerada su obra más representativa. Y la Universidad de Wisconsin en EEUU tiene una cátedra que lleva su nombre, la cual ocupa actualmente el renombrado andinista Steve Stern.
Eso, por supuesto, no significa que su presencia al interior del país sea menos importante. Todo lo contrario: desde temprano Flores Galindo se convirtió en un dínamo humano, que incluyó no solo las labores propias del académico que escribe y da charlas, sino una dedicación y energía a la creación y promoción de espacios de encuentro y discusión, como lo sería Casa Sur. Directa o indirectamente, contribuyó a formar a una brillante generación de historiadores, que enfocarían sus investigaciones en temas sociales y extenderían su percepción de la historia como un compromiso con la sociedad, especialmente con el hombre de la calle.
De ahí su preocupación, como lo mencionaba en uno de sus primeros libros, por ir más allá de la crítica a la historia tradicional, y proponer alternativas de interpretación por más provisionales que estas fuesen. Este llamado al revisionismo historiográfico, es decir, a la utilización de nuevas fuentes, al análisis de nuevos sujetos y a la construcción de nuevos discursos marcaron la vida del académico, cuya erudición y rebeldía lo convirtieron en un francotirador o, en otras palabras, en un intelectual.
Según Edward Said, una de las tareas del intelectual consiste en el esfuerzo por romper los estereotipos y las categorías reduccionistas que tan claramente limitan el pensamiento y la comunicación humana. En ese sentido, Flores Galindo no se dejó atrapar por las amarras del dogma, por el silencio cómplice o por la comodidad del poder. Su acercamiento al conocimiento fue plural e interdisciplinario, a tal punto que disciplinas como la literatura, la psicología, la antropología o la economía aparecen en sus textos como instrumentos de una orquesta clásica, armónicos y complementarios. En una época en la que el Perú estaba inmerso en una espiral de violencia, “Tito” hizo un llamado por rescatar la defensa de los ideales, mientras fustigaba el silencio de unos y la complicidad de otros.
Él estuvo entre quienes más énfasis pusieron en considerar al Perú como una tarea colectiva; mejor aún, como un plebiscito diario, según la exquisita fórmula de Ernest Renan. Como pocos, hizo de la historia lo que debería volver a ser: una aventura, una experiencia vital. Y como tal, recorrió los escenarios del pasado, buscando respuestas a problemas de larga duración, especialmente en los años ochenta, cuando la desesperanza y la desilusión no parecían dejar espacio para las esperanzas o las utopías.
La suya fue una vida agónica, en el sentido que Miguel de Unamuno le imprimió al término: es decir, una vida de lucha constante. Poco antes de morir hizo un llamado por reencontrar la “dimensión utópica”, demostrando que los historiadores más lúcidos eran quienes tenían un pie en el pasado pero la mirada en el futuro. Aún en medio de la incertidumbre de la época en la que desarrolló su actividad académica, Flores Galindo supo encontrar y transmitir un optimismo en el país, incluso cuando tuvo que hacer frente a lo inevitable, como fue su lucha contra el cáncer. Veinte años después de su muerte, que sus escritos nos sigan inspirando, tal como lo han venido haciendo hasta ahora.
(*)Doctorando en la Universidad de California, Davis / Profesor del Departamento de Humanidades de la PUCP.
Tomado de Punto Edu Web. Pontificia Universidad Católica del Perú
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