domingo, 7 de marzo de 2010

La propiedad como robo


Por Rocío Silva Santisteban
Nacen como hongos nuevos edificios en mi ciudad. Miraflores, Jesús María, Barranco, Magdalena, Los Olivos. Son hongos pequeños y regordetes de 4 pisos, o altísimos, anchos y como moles del Bronx, de 20 pisos y miles de cristales en las ventanas: aparentemente robustos como luchadores de sumo; pero en realidad, no sabemos si dentro de esas masas los cimientos sean una estructura sólida, coherente, antisísmica. Sé que los requisitos para construcción, por lo menos en el papel y la ley, son exigentes pero… ¿qué pasa en un país donde se hace la ley y se hace la trampa?, ¿pueden los edificios de los acantilados deslizarse hacia el mar?, ¿Larcomar terminaría en Makaha?, ¿esas moles de la Avenida Universitaria están aseguradas? ¿O pueden caer rotas en varias partes como lo hizo en Concepción ese edificio de impúdico nombre poético?
Como efecto del cataclismo chileno el “espectacular condominio de quince pisos Alto Río” de la empresa Socovil se partió en dos: cayó hacia atrás, por un lado los primeros pisos, hacia la izquierda los últimos, debajo de todo, la destrucción. ¿Qué sintió ese hombre que vivía en el piso octavo y fue encontrado en el sótano?, ¿cómo haces para aguantar una caída libre de ocho pisos con cientos de ladrillos sobre tu pescuezo? No quiero ni imaginar la sensación de pavor, de impotencia y pánico ante un terremoto que rompe en dos tu cuarto, que desaparece en un vahído tu mesa de noche, y si sobrevives, en medio del caos de la oscuridad, y te acordaste de llevar tu celular en el bolsillo, no puedes siquiera llamar a los que se encuentran afuera porque las líneas telefónicas colapsan y nadie escuchará tu voz. Esa sensación, señores constructores, debe ser realmente siniestra.
Después del terremoto de México del 19 de setiembre de 1985 salió a flote también el tema de la corrupción de funcionarios públicos y empresas inmobiliarias que no respetaron los protocolos de construcción en el laberíntico e inconmensurable D.F. Murieron 35 mil personas debajo de esos edificios que, siendo recién construidos, colapsaron por completo: hoteles de cinco estrellas, torres de oficinas, el edificio de Telecentro (ahora Televisa),  conjuntos residenciales como el Multifamiliar Juárez . Se pudo rescatar a cuatro mil personas de entre los escombros incluso diez días después de los hechos. Lamentablemente, entre los desaparecidos, se encontraba una excelente abogada, jurista y profesora universitaria peruana, quien me enseñó Derechos Reales, y a quien recuerdo con mucha admiración y cariño: Lucrecia Maisch von Humboldt.
La diferencia entre la desgracia haitiana y chilena no solo reside en la cantidad de desaparecidos y muertos y en las dificultades abismales entre ambos países frente a un desastre sino entre los protocoles de construcción en una zona sísmica y en otra. El respeto por las normas y, sobre todo, por la dignidad de la vida humana debe de estar por encima de los afanes por la compra-venta de propiedad inmueble. En el mismo terremoto de México D.F. uno de los más importantes edificios construidos de la ciudad se salvó: la Torre Latinoamericana, de 45 pisos en la esquina de Madero y Lázaro Cárdenas, en el mismo centro histórico. ¿Por qué? Al parecer los arquitectos que la diseñaron, Alvarez y Zeevaert, previeron no solo la porosidad del suelo chilango sino incluso usar esa porosidad para mantenerlo “a flote” en caso de movimientos sísmicos.  Mientras decenas de edificios caían por la corrupción, la Torre Latinoamericana se mantuvo firme y, encima, se convirtió en un ejemplo de gran arquitectura. ¿Qué sucedería en el caso de un cataclismo en Lima? Por lo pronto me limito a recordarles a los miembros de la Cámara Peruana de la Construcción la cuarta tesis de Proudhon: “la propiedad es imposible porque es homicida”. 

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