Por Mirko Lauer
A pesar de las docenas de sinónimos o palabras emparentadas que arrastra, la obscenidad es algo difícil de definir. Tanto así que algunos sistemas legales se contentan con establecer que se trata de algo que uno reconoce cuando lo ve. El problema es que no todos reconocen lo que ven de la misma manera.
Las legislaciones tienden a aceptar que es la comunidad la que establece lo que es obsceno. Más de un diccionario define a partir de lo que es ofensivo a la moralidad de los tiempos. La cosa es ponerse de acuerdo sobre algunos criterios, y aceptar que estos pueden cambiar según el momento o el punto de vista.
Por eso tenemos absolutistas que postulan que en obscenidad las cosas son claras, y relativistas para quienes todo depende. La obscenidad termina siendo algo así como la frontera entre los dos criterios, y en esa medida un territorio particularmente difícil de legislar, sobre todo en sociedades que valoran la tolerancia.
Esta dificultad hace que por lo general no sean las leyes las que deciden, sino las interpretaciones de los encargados de aplicarlas. Con lo cual una opinión personal puede terminar imponiéndose a un criterio comunitario. Sobre todo en las zonas de penumbra sin límites claros, como en el clásico ejemplo de la minifalda trepona.
Algunas legislaciones buscan reforzar los límites entre aceptable y obsceno reduciendo esto último a expresiones que carecen de valor literario, artístico, político o científico. Pero esos cuatro valores también se prestan a discusión, y a evolución. De 1919 a 1933 la novela Ullyses, de James Joyce, fue considerada obscena en los EEUU, nunca en Europa.
Vemos, pues, que la complejidad del tema supera largamente los talentos jurídicos de los congresistas locales espontáneamente lanzados a desobscenizar los medios. No sorprende entonces que la iniciativa haya sido recibida como un intento de colocarle la espada de Damocles encima a la libertad de prensa.
Si bien las libertades que nos tomamos van en crescendo, el espacio público de los medios no es particularmente proclive a expresiones llamables obscenas (en opinión del columnista). Salvo que se quiera incluir en la categoría el humor chabacano y de sal gruesa, que sí abunda en el espectro electromagnético nacional.
Quien quiera encontrar expresiones que ofenden a la decencia, el pudor o el buen gusto en el Perú, que no pierda su tiempo hurgando por entre el erotismo, la sexualidad o la calatería. La inmensa mayoría de los impulsos obscenos que circulan está en otras actividades, cuya descripción por el momento le ahorramos al lector.
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