Por Luis Jaime Cisneros
Escribo estas líneas en momentos en que el campo universitario está alterado por razones ajenas a la propia tarea universitaria. Por otro lado, escribo también en momentos en que el Congreso parece empeñado en modificar la ley universitaria, con lo cual permitirá perfeccionar cuanto adjetivo negativo puede aplicarse a la tarea congresal. Esos hechos, sin embargo, con ser graves, no deben ofrecernos pretexto para defender la verdadera tarea científica que le corresponde cumplir a la universidad.
Toda la educación científica quiere hoy desembocar en una simplificación no solo del proceso ‘ciencia’, sino de quienes estamos involucrados en él. Una simplificación racional. Bastará con que analicemos cómo hemos venido formando hombres de ciencia.
Para asegurar su total ‘incontaminación’, buscamos que el candidato rechace toda tentación impresionista. Que se llene de argumentos probatorios. Que se confirme énfaticamente en ‘su’ campo de trabajo, con lo cual ‘su’ campo se hace cada vez más estrecho, más cerrado, más puro. O sea, más estéril. Uno termina, así, asumido por un campo científico bien delimitado. Esto significa que hemos creído posible que no contasen para nada, como motores de la observación y del análisis, como elementos coadyuvantes de la propia voluntad inquisidora la emoción, la religión, su sentido del humor, o su metafísica, su imaginación. De donde el lenguaje con que nuestro estudiante termina comportándose no es el suyo propio.
Esto no puede, ciertamente, llamarse una formación ‘equilibrada’. Y no pongo tanto énfasis en la formación, sino en el adjetivo que busca calificar su rasgo esencial modelador. El modo como yo puedo comprender las tesis de Böhr o de Planck, o las mismas audacias filosóficas de Bertrand Russell o las de Habermas, sabiendo que soy capaz de asociarlas a un mundo con música de los Beatles o los Rolling Stones, forma parte de la manera como esas tesis enriquecen mi experiencia y dan persuasivo y eficaz contenido a cuanto pueda yo realizar con esas teorías en relación con mi labor profesoral. No puedo creer (en esta hora del mundo) que la vida privada del estudiante (con todo lo que tiene de luz o de sombras) pueda desvincularse de su esfera intelectual, porque la función formadora que creo cumplir tiene que cumplirse hoy, para ser integral, en esa totalidad indivisible que es él y su contorno vital. Si así no fuera, mi enseñanza no será humanizada sino fría, descuidada, obsoleta y terminaría por dañar hondamente la intimidad, la raíz esencial desde la que ese estudiante vive y sufre y goza, que es además la raíz misma desde la que arranca su ansia de saber y perfección.
Claro es que las cosas no ocurren así. Me explico mejor. Todos estamos conscientes de la necesidad de entendernos. Pero no acertamos a hacerlo por causa de un fetichismo oprobioso. Hemos perdido la conciencia de que nuestra tarea pedagógica se hace ‘con’ hombres y ‘entre’ humanos. Hemos olvidado que la elemental conversación, la oralidad y la sencillez son el instrumento mejor. Preferimos hablar en términos técnicos, como si la tarea pedagógica fuese preparar para el oscurantismo y el hermetismo y no para la claridad y la colaboración, que son los auténticos caminos del profundizar. Al lenguaje de los usuarios estamos reemplazándolo por el lenguaje de las disciplinas científicas y de los tratados especializados que, a la postre, resultan ser el lenguaje de los libros concretos y las casas editoras.
Insisto que nuestra tarea universitaria consiste en preparar al estudiante para desacuerdos entre la teoría y el hecho. Es la manera ideal para ponerlo en el buen camino. Es consagrada observación que no existe teoría que explique todos los fenómenos de su propio campo de especulación. Pero es en el campo de la dificultad y el error donde la ciencia puede avanzar. El alumno debe ser conducido a operar con hipótesis y a proceder como si la memoria fuese correcta. En verdad: para progresar, el científico trabaja con aproximaciones. Y es bueno prevenirlo para que pueda hacer frente –sin frustraciones– al impacto que suele producir la afirmación legítima de que una teoría, como enseñó Feyerband: “debe ser juzgada por la experiencia y debe rechazarse si contradice enunciados básicos aceptados”. Para que la ciencia tenga vigencia, la universidad nos propone someter la metodología a constante revisión.
Si a esta clase de reflexiones nos convoca la vida universitaria, se comprende que desluce nuestra tarea y frustra nuestro cometido todo intento de reavivar ideologías que nada tienen que ver con la búsqueda del conocimiento.
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