Por Luis Jaime Cisneros
Agosto es un nuevo semestre para la escuela y para la enseñanza superior. Este año y el siguiente son, además, años en que sería bueno oír qué opinan los candidatos sobre la educación pública. Porque necesitamos tener una idea clara del país que integramos; de lo que en este país hemos generado y de lo que esperamos para lo porvenir. Si hasta ahora todo parece haber fracasado, es porque nunca tuvimos en cuenta que el progreso implicaba cambios rigurosos en el sistema educativo, dado que los ideales que la escuela debía infundir no siempre eran los mismos. En muchos aspectos, algunos temas educativos ya existían en el siglo XIX. No advertimos que somos una sociedad anclada en un mundo en que se han deteriorado muchos valores y el dinero ha alcanzado inusitado prestigio. En esa sociedad se mueven nuestros estudiantes. Debemos trabajar para corregir muchas cosas, y para asegurar aquellos valores sin cuya vigencia la escuela carece de contenido educativo. Fundamentalmente, el trabajo escolar debe ayudar al alumno a ser (y a considerarse) persona.
Sabido es que lo que cuenta para evaluar el sistema educativo gigante son los resultados. Y basta que la autoridad reconozca resultados deficientes para echarse a investigar qué ocurre: si se trata de los métodos, de los temas, de las lecturas, de los maestros. Lo importante no es oír muchas opiniones, sino la información científica que la respalda. La escuela urbana constituye (y ahora lo sabemos) una realidad distinta de la escuela rural. Esas realidades deben ser enfocadas desde la zona interesada. Hoy hay zonas rurales que han diseñado sistemas que merecen atención y constituyen ejemplo para analizar. Hay que aceptar hoy una realidad: los problemas educativos del mundo rural los deben resolver los expertos del mundo rural; son asuntos de orden sociológico y no administrativo. Cada zona del país debe recibir la educación que necesita.
Y hay que abrir espacio para hablar de la vocación magisterial. Si el maestro no se ve respaldado por una auténtica vocación, no hay para qué hablar de educación. Y esa vocación no se halla necesariamente vinculada con una determinada disciplina. Tiene que ver con el estudiante, que es un predio desconocido. Enseñar, sabiendo que no todos los muchachos tienen el mismo grado de atención, ni el mismo tipo de interés por el estudio. Ni el mismo grado de inteligencia. Si a uno no le interesan realmente estos requisitos, no hay vocación que respalde propósitos de enseñanza. Hay que hallarse en condiciones de trabajar con estudiantes que no tienen confianza asegurada en su propio ritmo intelectual. Necesitamos alumnos que estén listos para recibir el conocimiento con alegría. Muchas veces todo eso se logra como fruto de conversaciones y no de clases sobre una determinada disciplina. Para ofrecer enseñanza de calidad, el maestro necesita conocer al alumno. Si leyéramos el Balance preparado en el 2009 por el Consejo Nacional de Educación tendríamos una idea clara de las dificultades a que hay que hacer frente.
Hasta que no logremos arraigar en la conciencia nacional que somos un país pluricultural y plurilingüe no habrá modo de que nuestra política educativa logre estabilidad. En el curso de Educación Cívica, todo alumno debe haber recibido conocimiento firme sobre las condiciones socioculturales del Perú. Somos un país pluricultural y plurilingüe. Esa condición histórica que heredamos, debe ser tenida en cuenta a la hora de encarar nuestra política educativa. El secreto está en que las lenguas naturales son aquellas que uno recibe en el hogar y cultiva en el barrio. Es opinión científica consagrada que esa es la lengua en que la escuela debe ofrecer los primeros conocimientos. Es un destino lingüístico que la escuela no puede torcer. Ese criterio garantiza una buena formación social. No debemos olvidar que Sendero Luminoso combatió ese criterio, amparado en explicaciones ajenas a la realidad. Sea cual fuere, la lengua heredada es la que garantiza nuestra condición humana. Cuando el país entero, por obra de la escuela, se haya convencido de esa realidad, el Perú tendrá la forma que para él soñaron nuestros abuelos y todos sentiremos que el país ha adquirido el tamaño de la esperanza.
Siempre espero que algún ministro de Educación convoque a todos los alumnos de los últimos años de secundaria a un coloquio para oír qué opinan sobre su educación: si han recibido lo que esperaban y qué creen que les hace falta. De repente, descubriremos que estábamos trabajando para una generación inexistente.
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