sábado, 16 de octubre de 2010

Libertad de prensa y poder

Por Alberto Adrianzén m. (*)
Con el cierre o clausura, ambas palabras pueden ser polémicas, de los programas El Francotirador de Jaime Bayly y Enemigos Públicos de Aldo Miyashiro, la libertad de prensa vuelve a ser un tema de discusión pública. Personalmente, no comulgo con el espacio de Bayly. Lo hecho por este conductor  durante la campaña electoral no me pareció lo más democrático. Ello incluye la difusión del audio en el cual Lourdes Flores expresaba un estado de ánimo, acaso pasajero pero real, frente a su campaña electoral. Publicitar un comportamiento íntimo, como señalé en su oportunidad, es una clara violación de la Constitución puesto que se afecta el derecho ciudadano a la intimidad y al secreto de las comunicaciones. 
Sin embargo, el fin de dicho programa me parece lamentable. Lo mismo se puede decir de Enemigos Públicos, más aún cuando en su cancelación está de por medio el tema de la cachetada presidencial. Lo que uno descubre con estos hechos es que la libertad de prensa tiene un límite que es fijado, no por los principios que resultan del ejercicio de este derecho, sino más bien por los intereses de los propietarios de estos medios en su relación con el poder. Y así como no se puede estar de acuerdo con el insulto lanzado por el joven Richard Gálvez contra el presidente García, tampoco lo estamos con el cierre de ambos programas; y menos con las lamentables declaraciones del presidente del Poder Judicial que cree que este país no es de “maricas” y que nos propone hacer justicia por mano propia, es decir, agarrarnos a cachetadas.
La “cachetada presidencial” es un hecho bastante simbólico que nos muestra con mucha transparencia la naturaleza del poder en el país: mientras que unos pegan (el Presidente), otros censuran (los dueños de medios) y otros justifican (el presidente del PJ). De lo que se trata, finalmente, es de proteger al poder político hoy encarnado en la figura presidencial. El límite de la libertad de prensa, por lo tanto, es el poder mismo del cual los medios de comunicación son parte importante y no el ejercicio del derecho.
Por eso el debate sobre la libertad de prensa (o de expresión) no solo tiene que ver con este derecho sino también con el poder y su ejercicio en una sociedad. Ahora bien, si ello es así, el debate sobre la libertad de prensa -prefiero llamarla libertad de expresión- es de doble vía: por un lado, cómo defendemos esta libertad de los intentos del poder por limitarla, y por otro, cómo limitamos el poder de los medios ya que son parte de ese mismo poder. Debatir lo primero, dejando de lado o soslayando lo segundo, nos conduce a una conclusión errónea o, cuando menos, discutible: la libertad de prensa se fundamenta en la libertad de expresión ciudadana. Ello, como lo demuestra el tema de la cachetada, no es tan cierto. Los medios o, cuando menos algunos de ellos, han optado por no informar. Mejor dicho: sus propietarios han renunciado a la libertad de prensa para proteger al poder y al Presidente. 
Me parece que este tema o, mejor dicho, las relaciones entre los medios de comunicación, la política y la democracia debería ser debatido de la manera más amplia y transparente posible, más aún cuando entramos a una elección presidencial que todo indica que será lo más cercano a una “guerra civil política”.
Nadie está por intervenir a los medios, pero sí por fijar reglas mínimas para favorecer una competencia electoral que permita que la voluntad popular se exprese de manera libre. Dicho de otra manera: es necesario que los medios contribuyan al fortalecimiento de la democracia y a unas elecciones limpias. Por eso me parece importante que sean ellos los encargados de fijar esos límites. Insisto: es un error pedirle únicamente a los políticos que firmen pactos éticos cuando los medios no están dispuestos a firmar uno similar. Las reglas, en una democracia, deben ser iguales para todos.
(*) albertoadrianzen.lamula.com

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