Por: Sinesio López Jiménez
En el Perú, la política y los políticos no dejan de sorprendernos. Odría gana batallas después de muerto. Su famosa consigna “hechos y no palabras” es hoy por hoy una guía para la acción.
Algunos políticos han sacado al vulgar dictador del fango del crimen y el robo y lo han elevado al eminente sitial de filósofo de la praxis. Fujimori, García, Castañeda, Kouri son los más connotados odriístas del momento. El discípulo más aprovechado de todos es, qué duda cabe, García. Escuchémoslo: “Otros en la tribuna de los devaneos y vanidades, otros en el globo inflado de sus propias frases… nosotros con obras, con trabajo concreto”.
Castañeda, el más conocido mudo de la política peruana, habla con obras. Kouri dice que sus obras hablan por él. No quiere hablar de otra cosa. De sus malas juntas con Montesinos, por ejemplo. La mayoría de las autoridades (presidentes regionales, alcaldes) piensan que el último tramo de su mandato es el tiempo de las obras.
¿Qué expresa y qué oculta la llamada “filosofía de las obras”? Francamente hay de todo. En unos casos, se busca alcanzar fines legítimos a través de las obras: atender una demanda ciudadana, satisfacer una necesidad sentida, buscar una reelección legítima.
En otros, los fines son más discutibles: se trata de ocultar con migajas expresadas en obras el gobierno efectivo para los ricos. En la mayoría de los casos, por desgracia, ella busca fines abiertamente perversos: tras las obras se esconden la coima, el robo, los negociados, la corrupción en suma.
Este fue el sentido primigenio de la consigna odriísta que la oposición democrática criticó en su momento. Se podría afirmar que los “faenones” (a lo Químper) son aquellas obras que logran combinar todos los fines señalados. Es probable, sin embargo, que la corrupción más significativa (la de lluvia de millones) no se halle en lo que generalmente se llama “las obras” sino en la decisión y aplicación de las políticas públicas, particularmente de las políticas económicas.
Hay otros dos fines también perversos que “la filosofía de las obras” persigue. En primer lugar, ella busca consolidar la cultura política permisiva con la corrupción que existe en el Perú y en AL, especialmente en las clases populares. Esa cultura se expresa en la conocida frase frecuente y resignadamente repetida: “Con tal que haga obra, no importa que robe”.
Los políticos corruptos la conocen por las encuestas y por propia experiencia, se apoyan en ella y coinciden con ella. Son perversamente populares. A ellos no les importan la ética, ni la transparencia, ni la decencia. Lo que les importa es la eficacia y la eficiencia. Por eso creen que pueden ganar si contraponen la eficiencia con la decencia. Se pueden llevar un chasco si se demuestra que la eficiencia y la decencia pueden (y deben) ir juntas. En resumen, “la filosofía de las obras” es esencialmente corrupta.
En segundo lugar, ella busca liquidar la política de la palabra, del discurso, del debate público y “del uso público de la razón” (como decía Kant). Los políticos corruptos “olvidan” que la palabra y el discurso son herramientas de acción, son formas de organizar voluntades colectivas, son instrumentos para hacer una historia propiamente humana.
La acción (obra) y el discurso son los componentes fundamentales de la política desde el mundo clásico (griego y romano) hasta la democracia moderna. Sise les separa, se castra a la política, especialmente a la política democrática. En el fondo, la “filosofía de los hechos” es vergonzantemente autoritaria. Se trata de aplastar con la fuerza de los hechos el consenso político difícilmente alcanzado. Ella es autoritaria y corrupta. Como el odriísmo y como el fujimorismo.
Colocándome en un plano puramente normativo la política, especialmente la política democrática, tiene que unificar decencia y docencia, transparencia y eficiencia, acción y discursos, hechos y palabras.
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