domingo, 14 de marzo de 2010

Amenazas sobre el derecho al aborto


por Sabine Lambert*
El pasado mes de febrero, una jueza argentina negó a una joven de 15 años violada por su padrastro el recurso al aborto no punible. En Francia, a pesar de que la interrupción voluntaria del embarazo es legal, ciertas prácticas sociales continúan culpabilizando a las mujeres que lo practican y siembran el terreno para el discurso de los militantes “pro-vida”.
El pasado 21 de enero, en los estudios del programa Les Maternelles, que se emite en Francia por el canal France 5, una mujer describió muy conmovida el raspaje sin anestesia que sufrió en un hospital. No hablaba de un aborto que tuvo lugar hace cuarenta años; la mujer tiene menos de veinticinco años y vive en los suburbios de París. Al borde del llanto relató con detalles el peregrinaje que tuvo que hacer para poder abortar: desde la consabida batalla para obtener una cita hasta la camilla sobre la cual, en medio del paso incesante del personal hospitalario, fue sometida a un raspaje “en vivo”, es decir sin ninguna anestesia. Durante el relato, la periodista, atónita, repetía una y otra vez: “¡Es increíble!”, antes de preguntarle al médico presente en el programa cómo era todavía posible en Francia una situación como esa. Con cierto fastidio, el ginecólogo admitió que existen algunos médicos que quieren hacer pagar a la mujer, por medio del dolor y la humillación, su decisión de abortar.
Por cierto, los raspajes sin anestesia están lejos de ser legión o, por lo menos, es de esperarse. La época de la aguja de tejer y las septicemias parece ya superada en Francia, pero ¿qué pasa con aquellos que nos muestran al “bebé” en la ecografía o que preguntan, con la cara crispada por el desprecio, “cómo te las arreglaste para quedar embarazada”? ¿Qué pasa con la cuestión del método para abortar? La vía medicamentosa, por ejemplo, a menudo presentada como un progreso porque ofrece a las mujeres una alternativa al método quirúrgico, puede convertirse, más prosaicamente –ahora que faltan camas–, en una manera de “liberarse de los tiempos de quirófano”, como se escucha a veces. Cuando las que abortan son expulsadas del lugar sagrado, al echar a las inconsecuentes de ese templo inmaculado que es el quirófano, nuestras eminencias pueden eliminar más tranquilamente los tumores o implantar óvulos a mujeres infecundas y valientes; lo que, después de todo, es más rentable y más gratificante que una banal interrupción del embarazo por aspiración.

Cosa de mujeres

El aborto, como también la contracepción, sigue siendo “cosa de mujeres”. Lo que pasa detrás de la puerta del baño, cuando confirman que su test de embarazo es positivo y deciden abortar, les concierne sólo a ellas. “Con razón, porque se trata de su propia elección, de su propio cuerpo”, responden a coro los que piensan que se trata sobre todo de un problema de ellas. “Si quisieron esta libertad, que la manejen”. Sólo una sexualidad exótica y muy vagamente subversiva parece poder emerger del ámbito de lo “privado”. Y poco importa que las mujeres pasen más tiempo limpiando los baños, ocupándose de los hijos o trabajando por un sueldo devaluado que jugando con el último sex toy de moda.
La vida de las mujeres sólo tiene interés –parece– cuando tiene glamour o es excitante. Y no es ésta una de las principales características del aborto, que con demasiada frecuencia queda en manos de los (las) militantes antiabortistas, encantados de poder apropiarse, por su parte, muy seriamente de esta cuestión. Si bien es verdad que no son muchos en Francia (son más numerosos en España y en Estados Unidos o en América Latina, por el peso de la religión), su discurso cae en terreno fértil. Sutiles luces mediáticas colaboran, a diario, en el perfeccionamiento de instrumentos modernos que les permitan aislar a las mujeres, relegándolas a los oscuros rincones de su frágil psiquis. Aprovechando ese clima favorable, los “pro-vida” responden con mucha delicadeza en sus sitios internet a las mujeres “en desamparo” que utilizan cada vez más ese medio durante el proceso de aborto. Sería un error percibir a esos grupos como un simple rejunte de iluminados reaccionarios: poco a poco abandonan las mentiras demasiado flagrantes, los eslóganes chocantes o la provocación ilegal. Para mayor confusión, sus sitios se parecen cada vez más a verdaderos anexos del Ministerio de Salud. Con la gran ayuda de nombres tales como “centro nacional de escucha”, de números gratuitos y de estudios universitarios anglófonos, se construyen una verdadera respetabilidad.
Así, se insertan con toda comodidad en el terreno del “problema psicológico”, en particular a través del famoso “síndrome posabortivo”, que supuestamente afecta a todas las mujeres después de una interrupción del embarazo. Las que eligieron abortar son descritas entonces como verdaderas ruinas, expuestas a todos los peligros. El aborto favorecería por ejemplo el alcoholismo, el suicidio, la pobreza, la soledad o la pérdida de empleo. Estas descripciones apocalípticas se sostienen en general con frases poéticas sobre el “deseo de maternidad”, suerte de fuerza oculta presente “naturalmente” en toda mujer que se respete, pero que a veces conviene hacer emerger con fórceps. En este punto, los discursos antiaborto se unen a otros, más comunes y omnipresentes, que consisten en describir la maternidad no como una elección, sino como una fuerza que sobrepasa a las mujeres. El debate reciente sobre el “rechazo al embarazo” contribuyó a acentuar esta visión psicologizante, poniendo nuevamente en cuestión, mediante un muy práctico efecto de lupa, la capacidad de las mujeres para decidir lo que es bueno para ellas.
Si a ello se le agrega la enorme cantidad de artículos consagrados regularmente a la sublime tasa de fecundidad de las francesas, ¿cómo asombrarse de que en este clima la decisión de abortar pueda ser penosa? ¿Cómo vivir un aborto, entonces, sino como el “drama obligatorio” que describen todos los expertos en el papel satinado de la folletería, como una fea e indeleble cicatriz sobre la naturaleza femenina, como el fracaso de una vida de mujer? ¿Cómo asombrarse de que ese acto “que no puede ser sino doloroso” se vuelva realmente doloroso? Para constatar los efectos de estas profecías autocumplidas, hay que hurgar en los foros de internet y leer allí la larga queja de las mujeres que abortaron. Las que osaron aventurarse en contra de lo que les dictaba la naturaleza y su “instinto de mujer” parecen haber interiorizado perfectamente su castigo. Eso se traduce en pesadillas, en la presencia de un bebé imaginario que crece, que cumple años; se expresa como un sentimiento de gran culpabilidad, de angustia, de soledad, de vergüenza. En cuanto a aquellas que no sienten este dolor o este arrepentimiento, el efecto es que se ven reducidas al silencio si no quieren pasar por anormales, sin corazón, enfermas.

Divisiones tradicionales

Las amenazas que pesan sobre el derecho al aborto no se pueden reducir a los plazos de espera o a la lista de los últimos centros de interrupción voluntaria del embarazo que han sido cerrados aunque, evidentemente, el acceso material al aborto sigue siendo una cuestión crucial. Esta amenaza difusa, a menudo más indirecta que frontal, consiste en la imbricación de factores múltiples, como por ejemplo la división entre “privado” y “político” –o “público”–, que resiste a la manera de una aldea de galos muy caballeros. Esto se ilustra por ejemplo en la actitud de la Oficina Francesa de Protección de los Refugiados y Apátridas (OFPRA), que argumenta que la violación y la violencia soportada por las mujeres no son motivos válidos de demanda de asilo, porque se trataría de problemas relacionados “con su vida privada” (1).
Esta dicotomía, que se volvió posible por el anclaje siempre renovado de las mujeres en la naturaleza y en la esfera familiar, hace de ellas seres “menos sociables” que los hombres, las aparta de la historia y las somete a leyes específicas e implícitas. Esta es la división que responsabiliza a toda mujer golpeada y que genera indiferencia ante las cifras lamentables del reparto de las tareas domésticas.
Esta última cuestión, que provoca a menudo el sarcasmo de los que muy raramente agarran una escoba, no es anecdótica: por el contrario, revela que las relaciones entre los sexos, si bien pueden ser individualmente armoniosas, no dejan de ser relaciones sociales que, les guste o no a los enamorados de la liviandad social, son el fruto de una relación de poder. Si se tratara de cambiar suavemente las “mentalidades”, entonces, como escribía con humor la feminista francesa Colette Guillaumin, “habría que pensar en emprender la educación de los patrones y gerentes para que participen de la tarea fabril o dactilográfica”, para que así, “a fuerza de reformar mentalidades”, advenga “una sociedad sonriente” (2). Es esta dicotomía, por último, la que le permitió al médico decidir, según su voluntad y su humor del día, con toda impunidad, que la sub-paciente que tenía sobre su camilla podía muy bien prescindir de la anestesia. ♦

REFERENCIAS

(1) Jean Marc Marach “Le viol des réfugiées ‘relève de leur vie privée”, Bugbrother.net, 11-12-09.
(2) Colette Guillaumin, Sexe, race et pratique du pouvoir. L’idée de nature, Indigo-Côte femmes, París, 1992.


*Coautora del sitio internet Les Entrailles de Mademoiselle (www.entrailles.fr).


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