Por Augusto Álvarez Rodrich
En defensa de un valor supremo de una sociedad libre.
El problema central no es el indulto –ayer revocado ante el ‘ampay’– de José Enrique Crousillat sino su uso como arma para mellar la libertad de expresión en el país.
El indulto fue criticado en su momento –al menos por esta columna– como un hecho vergonzoso pero que, finalmente, constituía una prerrogativa presidencial por la que, en todo caso, Alan García daría cuenta ante la historia. Hasta la vida social movida del indultado pasaba ‘piola’ porque todos sabían que su salud frágil era un cuentazo más de un gobierno que tiene, en general, ‘mejor prensa’ que el de Alejandro Toledo.
El problema reventó con la denuncia contra América TV pues descubrió el fustán a lo que el propio presidente insinuó desde la firma del indulto: que era instrumento para influir en ese medio y advertirle al resto de ‘las reglas’ de la próxima elección.
Entonces cobraron coherencia las acciones que el gobierno y sus aliados realizaron desde antes de que Aurelio Pastor fuera ministro: modificar el derecho concursal, cambio de jueces o indulto forzado sin pagar la reparación. Es ridículo, por ello, que algunos todavía se pregunten quién engañó al presidente.
La libertad de expresión –algo mucho más relevante que la libertad de Crousillat– está amenazada aunque el gobierno suelte a sus pitbulls políticos a negarlo con ladridos graciosos como los del ministro de Ofensa. A diferencia de lo que se pregona, este gobierno no tiene las manos limpias en este terreno. Una expresión es el cierre arbitrario de radio La Voz de Bagua.
Otra es la prédica del presidente García a los propietarios de los medios de comunicación de que él encarna la gobernabilidad y la perspectiva de la nación y de que, por tanto, criticarlo a él produce desestabilización social. Que, a lo más, se puede denunciar a los payasos de este circo pero nunca a su dueño.
No todos los medios lo aceptaron, pero algunos lamentablemente sí. Un entusiasta de ese enfoque fue, hasta hace poco, el directorio del grupo El Comercio, el cual tomó varias medidas para asegurarse de ello y ahora, ante la amenaza del gobierno, ha tenido –con razón– una posición dura frente al mismo.
El problema del cambio es que deja la impresión de que la defensa de la libertad de expresión, la autonomía periodística y la crítica al gobierno recién surge cuando peligra su interés comercial. A pesar de ello, su posición actual es legítima y debe defenderse –como lo ha hecho esta columna– con firmeza.
La libertad de expresión constituye un valor supremo de una sociedad libre y democrática que se debe proteger a toda costa frente a la amenaza del gobierno e, incluso, de algunos periodistas fanáticos de la ‘versión oficial’ y hasta de algunos propietarios de medios que a veces olvidan que el periodismo independiente debe ser, siempre, un contrapeso al poder político y económico.
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